#Opinión // La crisis hídrica y el fracaso gubernamental

mayo 19, 2025

Por José Emilio Soto

México atraviesa una de sus peores crisis en décadas, una tormenta perfecta de sequía, calor extremo y desgobierno. Lo que comenzó como un problema ambiental se ha convertido en una emergencia humanitaria, agravada por la ineptitud de quienes prometieron soluciones.

Con este panorama se revela un patrón alarmante: la falta de previsión, el desmantelamiento de instituciones clave y el abandono de los más vulnerables. Esta no es solo una crisis de recursos, sino del propio sistema político mexicano.

Desde hace años, los especialistas advertían sobre el agotamiento de los mantos acuíferos y los efectos del cambio climático en México. Sin embargo, las administraciones recientes optaron por ignorar las señales.

La desaparición del Fonden, un fondo diseñado precisamente para enfrentar desastres naturales, fue un acto de irresponsabilidad que hoy cobra factura. Mientras el país se asfixia bajo temperaturas récord y los incendios devoran sus bosques, el gobierno federal parece más preocupado por controlar el discurso que por actuar.

El norte del país, históricamente árido, vive ahora una situación límite; estados como Sonora o Chihuahua enfrentan sequías del 100 %, según datos oficiales. Pero lo grave es que el problema ya no se limita a esas regiones: el Estado de México y Jalisco, entidades densamente pobladas, comienzan a sufrir cortes drásticos en el suministro de agua.

Resulta indignante contrastar la gravedad de la situación con la actitud de la clase política. En el sexenio anterior, el gobierno vendió una falsa imagen de prosperidad mientras desmantelaba las estructuras que podrían haber mitigado esta crisis. Y la actual administración, lejos de rectificar el rumbo, insiste en minimizar el problema.

La presidenta Sheinbaum, heredera política de López Obrador, parece más interesada en mantener la ficción de que todo está bajo control que en admitir la magnitud del desastre. Mientras tanto, las familias más pobres —las mismas que durante años creyeron en las promesas de cambio— son las primeras en sufrir la escasez.

Lo más cruel de esta crisis es su desigualdad. Mientras en algunas urbanizaciones el riego de jardines sigue siendo prioridad, millones de mexicanos carecen de agua potable para lo básico: beber, cocinar, asearse. Las cifras son escalofriantes: 21 millones de personas sin acceso regular al líquido.

Pero detrás de los números hay historias concretas: niños que faltan a la escuela porque deben recorrer kilómetros en busca de agua, hospitales que suspenden cirugías por falta de suministro, ancianos que mueren por golpes de calor en viviendas sin servicios.

El campo mexicano, ese que alimenta al país, está al borde del colapso. Miles de agricultores y ganaderos ven cómo años de trabajo se pierden ante la sequía implacable. Las pérdidas económicas son cuantiosas, pero el verdadero costo es humano: migración forzada, aumento de la pobreza, fractura del tejido social.

Ante este panorama, las respuestas gubernamentales han sido de risa. Pues en lugar de un plan integral, lo que prevalece es el discurso vacío y la simulación. Se anuncia la construcción de obras faraónicas (como la refinería de Dos Bocas) mientras se descuida el mantenimiento de la infraestructura hídrica existente.

Se firman acuerdos internacionales para entregar agua a Estados Unidos, pero no hay estrategias para garantizar el abasto local.

El Tratado de Aguas de 1944, un acuerdo anacrónico, hoy perjudica a México. Sin embargo, más allá de señalar el problema, urge preguntar: ¿dónde está el plan alternativo? ¿Qué hace el gobierno para modernizar los sistemas de distribución, para recargar acuíferos, para prevenir futuras crisis? La respuesta es un silencio cómplice.

Si algo tenemos claro es que esta crisis no es temporal; el cambio climático llegó para quedarse, y sus efectos solo empeorarán si no hay acciones concretas. Pero en lugar de prepararse, el gobierno parece condenado a repetir el mismo ciclo: emergencia, improvisación, olvido.

Lo peor es que las soluciones existen: tecnología para captar agua de lluvia, modelos agrícolas sostenibles, políticas de reforestación, etcétera, etcétera. Pero requieren algo que brilla por su ausencia: voluntad política. Mientras los funcionarios sigan viendo el agua como un botín electoral o un tema de discursos, y no como un derecho humano, la catástrofe será inevitable.

Esto es una llamada de atención ante una realidad cruda, pero también es una muestra de la resistencia de comunidades que se organizan ante la adversidad. El Movimiento Antorchista pone el dedo en la llaga: sin presión social, nada cambiará.

México tiene los recursos y el conocimiento para enfrentar esta crisis. Mientras las autoridades sigan evadiendo responsabilidades, el país se seca. Y cuando el último pozo se agote, ya no habrá discursos que valgan. El reloj corre, y el agua —como la paciencia de los mexicanos— tiene límites.