Ing. Ramón Rosales Córdova
En mayo de 2025, el precio de la canasta básica alimentaria en Nuevo León se ubicó en $1,979.50. La cifra, que en apariencia podría parecer un dato más dentro de los reportes mensuales de precios, representa en realidad un síntoma alarmante de una realidad que afecta de manera directa a millones de trabajadores en la entidad y en el país: vivir con dignidad es, cada vez más, una aspiración lejana. El aumento mensual fue de apenas $17.50, un 0.89% con respecto a abril. Sin embargo, detrás de ese porcentaje mínimo se encuentra una presión constante sobre los hogares que ya operan bajo una lógica de subsistencia. No hay “apenas” cuando el ingreso familiar no se mueve, pero el costo de la vida no deja de avanzar. Cada incremento, por pequeño que parezca, erosiona aún más los ya frágiles equilibrios económicos de las familias trabajadoras.
La Central de Abasto de Monterrey, un punto de referencia para muchos hogares en busca de precios accesibles, registró el costo más alto en una parte de esta canasta, con $1,052.55. Esta cifra no representa el total, sino solo una parte del gasto alimentario mensual. El resto se distribuye entre supermercados, tiendas de barrio y mercados informales. De este modo, los casi dos mil pesos requeridos para adquirir lo más esencial de la dieta mexicana se convierten en una barrera imposible de superar para quienes viven al día. El panorama no es nuevo. En 2024, la canasta básica pasó de $1,613.50 en enero a $1,892.60 en junio. En apenas seis meses, el aumento fue de casi $280. A este ritmo, la línea entre pobreza y sobrevivencia se vuelve más delgada, y el discurso oficial sobre estabilidad económica queda completamente desfasado respecto a la vida cotidiana de la mayoría. Nuevo León es un estado que se jacta y presume de un crecimiento económico por arriba de la media nacional, innovación tecnológica y atracción de inversión extranjera. Monterrey capital industrial, es presentada como un motor de desarrollo nacional. No obstante, detrás del discurso triunfalista, se esconde una profunda desigualdad que se agudiza con cada punto porcentual de inflación alimentaria. Una familia promedio, con dos hijos, enfrenta costos que superan con creces lo que permite el salario mínimo. Hoy en día, dicho ingreso, que ronda los $248 diarios, apenas cubre el 60% de lo que cuesta la canasta básica mensual. Y esto sin considerar el resto de los gastos esenciales: vivienda, transporte, servicios, salud, educación. Mucho menos se puede hablar ahorro, cultura, esparcimiento sano.
El resultado es una sociedad cada vez más polarizada: por un lado, quienes pueden vivir cómodamente en zonas residenciales, con acceso a servicios de calidad y salarios competitivos; por el otro, una mayoría trabajadora que dedica su vida a producir riqueza para otros, mientras vive con lo mínimo indispensable. Esa mayoría que trabaja jornadas extenuantes, en condiciones precarias, y que, a pesar de su esfuerzo, no logra garantizar lo básico en su mesa. Lo que estamos presenciando no es solo una crisis económica, sino una crisis del modelo neoliberal capitalista. La narrativa oficial insiste en que hay más empleo, que la inflación está contenida, que el país avanza. Pero tales afirmaciones omiten una verdad estructural: el crecimiento económico no ha estado acompañado de una mejora en la distribución de la riqueza, ni de un fortalecimiento real del poder adquisitivo de las mayorías. En la práctica, lo que existe es una economía diseñada para beneficiar a unos pocos, mientras deja a la mayoría atrapada en una espiral de endeudamiento, consumo controlado y privaciones cotidianas. En el área conurbada de Monterrey, basta con mirar a las zonas periféricas para comprender el costo social del llamado “progreso”. Familias que viven en viviendas sobresaturadas, que se desplazan dos horas diarias para llegar a su trabajo, que dependen de tandas o préstamos informales para cubrir emergencias médicas o escolares, etc.
Y en paralelo, los precios suben. El transporte público aumenta sin una justificación clara. Las tarifas de servicios básicos se ajustan por “actualización inflacionaria”. La vivienda, incluso en zonas populares, se vuelve inaccesible. Así, mientras se habla de macroeconomía, los hogares hacen cuentas imposibles para sobrevivir. Lo más grave de este panorama es que se ha normalizado. Se ha vuelto cotidiano que un salario no alcance. Que un trabajador de tiempo completo viva endeudado. Que las familias tengan que elegir entre comer bien o pagar la renta. Que la dignidad, entendida como el derecho a una vida plena, segura, con posibilidades reales de bienestar, se convierta en un lujo. No puede haber verdadera justicia social y económica en un estado donde el trabajo ya no garantiza ni siquiera lo mínimo. Tampoco puede haber paz duradera donde las condiciones materiales de existencia se deterioran sin freno. La desigualdad no es solo una consecuencia, es una herida abierta que se profundiza con cada alza de precios, con cada recorte presupuestal, con cada omisión del Estado frente a la precarización de la vida. Es urgente poner sobre la mesa un debate de fondo: ¿qué modelo de sociedad queremos construir? Porque si vivir dignamente, es hoy un privilegio y no un derecho, entonces no estamos frente a un problema aislado de precios, sino ante un fracaso sistémico. La solución no pasa únicamente por aumentos salariales, aunque son necesarios, sino por una reestructuración de prioridades públicas: control efectivo de precios básicos, fortalecimiento de la economía solidaria, apoyo directo a las familias más vulnerables, regulación del mercado inmobiliario y acceso universal a servicios públicos de calidad. No se trata de caridad ni de asistencialismo. Se trata de justicia social. Porque mientras una parte de la sociedad acumula, derrocha y presume su bienestar, la otra sobrevive con lo justo, viendo cómo cada mes se encarecen no solo los alimentos básicos, sino todo lo necesario para poder subsistir como ser humano, vivienda, vestido, salud, transporte, educación, seguridad, comunicación, recreación, etc.