#Crónica // Con Antorcha sí hay esperanza

julio 1, 2025

Luis Ángel Peña Arámbula

Egresado de la carrera de periodismo de la Universidad Autónoma de Chihuahua

Cada vez que me acercaba al lugar del evento, no podía evitar pensar que sería uno más del montón. Me imaginaba esos típicos actos organizados por los partidos políticos, donde ofrecen un espectáculo mediocre, reparten un aperitivo y una despensa para que la gente se sienta atendida, para que se vayan a casa con la sensación falsa de que todo está bien, de que el futuro será mejor si tan solo esperan un poco más. Un tipo de evento donde el discurso es manipulación disfrazada de esperanza, y las promesas, una forma elegante de comprar paciencia. Pero ese día, algo fue diferente.

Desde que llegué, percibí un ambiente especial. No se trataba de un mitin cualquiera. La gente no estaba ahí por una bolsa de arroz ni por una playera con logotipo. Lo que se veía en sus rostros era otra cosa: era conexión, era comunidad. Las personas conversaban entre sí con una amabilidad y una apertura que pocas veces se ve en eventos masivos. No importaba el color de piel, la clase social o el origen. Allí, todos estaban por una causa común: el deseo de cambio auténtico, de transformación real.

Cuando el evento comenzó, uno de los presentadores tomó el micrófono y de inmediato rompió con lo habitual. No fue un discurso políticamente correcto ni uno lleno de tecnicismos vacíos. Fue directo, crudo y, sobre todo, honesto. Comenzó hablando de cómo los partidos políticos, sin importar el color que representen, han sido parte del mismo sistema corrupto que ha oprimido al pueblo durante décadas. Denunció cómo el capital, en manos de unos pocos, ha destruido comunidades enteras sin el menor remordimiento. Dijo que al rico no le importa el bienestar de los demás, que su único interés es acumular más, aun si eso significa pisotear a miles.

Fue especialmente contundente cuando criticó la idea tan normalizada de que los ricos “dan trabajo”. Con fuerza en la voz, exclamó: “¡Eso es una mentira, una estupidez! ¡El pueblo es quien sostiene este país! Somos nosotros los que trabajamos la tierra, construimos casas, cocinamos, limpiamos, cuidamos niños, levantamos hospitales, fabricamos ropa… sin el pueblo, los ricos no son nada. Somos la columna vertebral de este país, y nos han hecho creer que dependemos de ellos, cuando es al revés”.

La ovación fue inmediata. Los aplausos eran tan intensos que parecían rebotar en el cielo. Se sentía una energía contagiosa, una mezcla de furia y esperanza, como si por fin alguien dijera en voz alta lo que muchos llevaban años sintiendo.

Después de ese poderoso discurso, se abrió una sesión de preguntas. Un joven levantó la mano y, con seguridad, empezó a hablar sobre el comunismo, sobre Karl Marx y sobre cómo las estructuras económicas actuales se sustentan en la explotación sistemática de los trabajadores. Sus palabras fueron claras, bien fundamentadas y respetuosas. El orador lo escuchó con atención, visiblemente sorprendido y emocionado. Le respondió con entusiasmo, destacando la importancia de que existan jóvenes así, que se tomen el tiempo de leer, de estudiar, de cuestionar.

“Esto que acabas de hacer —dijo el orador— demuestra que la educación transforma. Que el conocimiento es una herramienta de liberación. Y que los jóvenes con conciencia pueden cambiar el mundo. Que la gente preparada, crítica y pensante puede salir de cualquier rincón, de cualquier barrio, de cualquier comunidad marginada. Por eso es tan importante educar al pueblo. Porque un pueblo sin cultura y sin información obedece más fácilmente, pero uno educado, uno que piensa, se convierte en una amenaza para el poder”.

Las palabras resonaron entre los presentes como una verdad incuestionable. Luego se levantó una señora y preguntó por qué no creaban un partido político propio. El orador respondió con serenidad, pero con firmeza: “¿Para qué crear un partido, si todos terminan siendo lo mismo? Un partido puede comenzar con buenas intenciones, pero cuando entra al juego del poder, termina contaminado por la ambición. Mira a tu alrededor: ves a los mismos rostros cambiar de camiseta como si cambiaran de ropa interior. Hoy están en el PRI, mañana en Morena, luego en el PAN. El problema no es el color, es el sistema. Y si seguimos jugando en ese sistema, nada va a cambiar. Todo se convierte en un ciclo eterno. Como el ouroboros, esa serpiente que se devora a sí misma por toda la eternidad. Siempre los mismos, con promesas recicladas, engañando al pueblo».

Pero no todo fue crítica. También hubo esperanza. El orador habló de acciones concretas, de cómo un solo individuo puede tener más impacto que una institución entera si actúa con honestidad y compromiso. Mencionó a una de sus colaboradoras, una maestra de la comunidad que, sin hacer alarde, ha ayudado a decenas de familias, brindando clases gratuitas, organizando eventos comunitarios y apoyando a quienes más lo necesitan. La señora que había hecho la pregunta sonrió y dijo: “Es cierto, la maestra ha ayudado a todos. Y lo hace sin esperar nada a cambio”.

Entonces vino otro aplauso, más cálido, más sentido. Se notaba el cariño que la comunidad le tenía. Era un ejemplo vivo de que el cambio sí es posible, aunque sea desde lo pequeño, desde lo cotidiano, desde el trabajo silencioso pero constante.

Después de esa ronda de preguntas y reflexiones, el evento continuó con una presentación cultural. Un grupo de bailarines  subió al escenario para compartir un pedacito de su identidad a través de la danza. Desde el primer movimiento, captaron la atención de todos. Sus pasos eran tan coordinados, tan llenos de fuerza y gracia, que muchos los miraban con la boca abierta. Cada gesto, cada ritmo, hablaba de una historia ancestral. No era solo un espectáculo; era una conexión con las raíces, con la diversidad que enriquece a nuestro país.

 

Cuando terminaron, el público estalló en aplausos. Pero aún había una sorpresa más. Una cantante regional subió al escenario. Al principio, algunos desconfiaban. En estos tiempos, es común que la música esté más cerca del ruido que del arte. Pero en cuanto empezó a cantar, el silencio fue total. Su voz era tan pura, tan llena de sentimiento, que conmovió incluso a los más escépticos. Una buena canción —dijo alguien cerca de mí— puede ablandar cualquier corazón. Y así fue.

Al final, se interpretó el himno del movimiento. Todos lo cantaron con fuerza, con el alma en la garganta. Se podía ver en sus rostros que no era solo una canción; era una declaración de principios. Los cuerpos se movían con pasión, los ojos brillaban, las gargantas gritaban con determinación. Era como si por fin sintieran que eran parte de algo más grande que ellos mismos. Que había una lucha, una causa, una razón para seguir adelante.

Y entonces comprendí algo: aunque el mundo esté lleno de corrupción, de indiferencia, de oscuridad, siempre habrá quienes estén dispuestos a encender una luz. A veces será solo una chispa, una pequeña vela, una palabra, una acción. Pero cuando muchas de esas luces se unen, pueden crear una antorcha capaz de iluminar hasta el rincón más oscuro.

Y mientras haya gente que no se rinda, que no se venda, que no se calle, la llama de la esperanza seguirá viva. Porque, aunque el sistema parezca invencible, y aunque el futuro muchas veces se pinte de gris, siempre habrá un rayo de luz dispuesto a abrirse paso entre las sombras.

Y mientras esa luz exista, la antorcha no se apagará.