Por José Emilio Soto
México es un país donde la riqueza y la pobreza coexisten en una tensión constante. Sin embargo, detrás de esta dualidad se esconde un problema más profundo y arraigado: la desigualdad estructural que perpetúa las condiciones de pobreza, especialmente para ciertos grupos de la población.
Los estudios recientes del Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY) revelan una realidad cruda: el tono de piel, el género, la etnia y el lugar de origen determinan, en gran medida, las oportunidades de movilidad social en el país. Esta no es sólo una cuestión económica, sino un reflejo de un sistema que discrimina y margina a quienes no encajan en el molde de privilegio.
Uno de los hallazgos más alarmantes del CEEY es que las personas con tonos de piel más oscuros enfrentan mayores obstáculos para superar la pobreza.
Según los datos, el 57 % de las personas de piel oscura que nacen en estratos económicos bajos permanecen en esa condición durante su vida adulta, en comparación con el 34 % de aquellas con tonos de piel más claros. Para las mujeres indígenas o de piel oscura, la situación es aún más grave: el 62 % no logra salir del escalón más bajo de ingresos.
Estas cifras no son simples estadísticas; representan vidas truncadas por un sistema que valora más el color de la piel que el talento o el esfuerzo. El caso de la mujer que insultó a un oficial de tránsito por su tono de piel es sólo la punta del iceberg de un racismo y clasismo profundamente arraigados en la sociedad mexicana.
Estos “marcadores sociales” generan tratos diferenciados en el mercado laboral y limitan el acceso a oportunidades educativas y económicas.
La desigualdad en México también tiene rostro: miles de trabajadoras mexicanas, muchas de ellas de avanzada edad, ejemplifican claramente cómo el género agrava las condiciones de pobreza; aún siguen trabajando para pagar deudas y cubrir gastos médicos. Este ciclo intergeneracional de pobreza no es una excepción, sino la norma para millones de mexicanas.
Las mujeres enfrentan barreras adicionales para ascender socialmente. No sólo tienen menos probabilidades de ascender, sino que también son más propensas a perder su posición si logran alcanzar un nivel económico más alto. Esto refleja una sociedad que sigue relegando a las mujeres a roles secundarios y les niega las herramientas para romper con la pobreza.
La desigualdad en México también se manifiesta geográficamente: mientras que en el norte del país el 37 % de las personas que nacen en estratos bajos no logran superar la pobreza, en el sur este porcentaje se dispara al 64 %.
Estados como Chiapas, Oaxaca y Guerrero están a la par de los países más pobres de América Latina y África en términos de desigualdad de oportunidades. Esta disparidad regional es el resultado de décadas de abandono por parte del Estado, que ha concentrado recursos y desarrollo en ciertas zonas mientras ignora a otras.
Aunque se ha logrado reducir la pobreza, es insuficiente para cerrar la brecha. El sur del país sigue siendo una región marginada, donde el acceso a educación de calidad, servicios de salud y empleo formal es limitado. Sin políticas públicas integrales que ataquen las raíces del problema, estas comunidades seguirán atrapadas en un círculo vicioso de pobreza.
Ante este panorama, es evidente que las soluciones individuales no son suficientes; se necesitan políticas públicas robustas que combatan la discriminación, garanticen acceso a educación y salud de calidad y promuevan la inclusión laboral.
La desigualdad en México no es un problema abstracto; es una realidad que afecta a millones de personas todos los días. Desde la mujer indígena que trabaja como empleada doméstica hasta el joven de piel oscura que es rechazado en una entrevista de trabajo, las historias se repiten y se entrelazan en un sistema que favorece a unos pocos y margina a muchos.
Para cambiar esta realidad, es necesario reconocer que el problema no es sólo económico, sino también social y cultural. Requerimos un esfuerzo colectivo que involucre al gobierno, las empresas, la sociedad civil y cada uno de nosotros.
Sólo así podremos construir un México donde el color de la piel, el género o el lugar de nacimiento no determinen el futuro de las personas. La desigualdad no es inevitable; es el resultado de decisiones políticas y sociales que podemos y debemos revertir. El momento de actuar es ahora.