Por Noel González Jiménez
El capitalismo rapaz, caracterizado por la explotación desmedida de los recursos naturales y humanos en beneficio de una élite económica, es una de las principales causas de la migración masiva. Este modelo económico concentra la riqueza en pocas manos, destruye economías locales, precariza el trabajo y genera desigualdad extrema, obligando a millones de personas, especialmente de la clase trabajadora, a abandonar sus comunidades en busca de oportunidades que sus países, saqueados y dependientes, ya no pueden ofrecer. Así, la migración no es un fenómeno aislado, sino una consecuencia directa de un sistema que privilegia la ganancia sobre la vida y el bienestar de los pueblos.
Todos hemos sido testigos de que en las últimas semanas, una nueva caravana migrante ha vuelto a recorrer los caminos del sur de México. No es la primera y, lamentablemente, tampoco será la última. Esta vez, cientos de personas, en su mayoría familias trabajadoras procedentes de Venezuela, Guatemala, Cuba, El Salvador, Honduras, Ecuador y Perú, emprendieron la marcha desde Tapachula, Chiapas, con un objetivo que, para muchos, ya no es el “sueño americano” sino simplemente encontrar un lugar donde trabajar y vivir con dignidad. Algunos se dirigen a la Ciudad de México para tramitar documentos o buscar empleo; otros aún mantienen la esperanza de llegar a Estados Unidos, aunque la frontera norte se ha convertido en un muro de miedo y represión con las políticas hostiles del presidente Donald Trump.
Pero para comprender por qué miles de personas se lanzan a esta odisea, cargando a sus hijos en brazos, desafiando el calor, el hambre y la violencia, es necesario mirar más allá de las fronteras. La migración masiva no es una casualidad: es el resultado directo de un sistema económico global que expulsa a la clase trabajadora de sus países de origen y luego la criminaliza en los países de destino. En otras palabras, es un fenómeno profundamente vinculado al imperialismo.
Es cierto que la migración tiene causas inmediatas: la falta de empleo, la violencia, la corrupción de gobiernos, la crisis climática que destruye cosechas, o la inflación que devora salarios. Sin embargo, estas realidades son parte de un entramado más amplio. América Latina ha sido, durante décadas, un laboratorio del saqueo: recursos naturales explotados por corporaciones extranjeras, políticas económicas dictadas por organismos como el FMI o el Banco Mundial, tratados de “libre comercio” que benefician a las grandes empresas y destruyen economías locales.
Cuando un país pierde su capacidad de producir alimentos para su población porque su tierra está destinada a monocultivos de exportación; cuando las industrias nacionales quiebran porque no pueden competir con productos subsidiados del norte; cuando la deuda externa se convierte en una soga que asfixia cualquier posibilidad de desarrollo, lo que ocurre no es un accidente: es la consecuencia directa de un modelo imperialista que concentra la riqueza en pocas manos y condena a millones a la miseria.
Bajo este modelo, la clase trabajadora es siempre la más golpeada. Son los obreros, campesinos, vendedores ambulantes y pequeños comerciantes quienes ven desaparecer sus fuentes de ingreso. Y cuando ya no queda nada que perder, la única opción es huir.
Y analice usted, estimado lector, Estados Unidos, el país que más interviene en la política y economía de América Latina, es también el que levanta los muros más altos y despliega más soldados en sus fronteras. En los últimos meses, las políticas migratorias de la administración Trump (en su segundo mandato) han alcanzado un nivel de represión que muchos describen como “terror en la frontera”. Centros de detención abarrotados, deportaciones exprés, y un clima de persecución que ha hecho que miles de migrantes varados en ciudades como Ciudad Juárez consideren regresar a sus países de origen.
Pero el imperialismo no se mide solo en términos militares o policiales. También se manifiesta en la forma en que la economía estadounidense depende de mano de obra barata y sin derechos. Durante décadas, millones de trabajadores migrantes han sostenido sectores clave como la agricultura, la construcción y los servicios, recibiendo salarios de miseria y enfrentando el constante riesgo de deportación. Así, el sistema se alimenta de la explotación de la misma fuerza laboral que criminaliza.
Nuestro país, presionado por Washington, ha asumido el papel de guardián de la frontera sur. Desde el despliegue de la Guardia Nacional en Chiapas hasta la saturación de los albergues y estaciones migratorias, el país se ha convertido en una barrera humana para impedir que los migrantes lleguen al norte.
La contradicción central de esta terrible situación es que el capitalismo global necesita de la migración para sostener su maquinaria. Los migrantes realizan trabajos esenciales que la población local no quiere o no puede cubrir, pero se les niega reconocimiento, derechos y seguridad. Se les quiere como fuerza laboral, pero no como ciudadanos.
Esta lógica de “mano de obra desechable” es funcional al imperialismo: mantener una población vulnerable, sin papeles, que acepte condiciones laborales inhumanas por miedo a ser deportada, es una forma de maximizar ganancias y mantener el control social.
Si algo nos enseñan las caravanas es que, a pesar de las barreras, la gente sigue moviéndose. Porque cuando la vida en el lugar de origen se vuelve insoportable, ningún muro ni ejército puede detener a una madre que busca alimentar a sus hijos.
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