Por José Emilio Soto
La inseguridad en México ha dejado de ser un problema aislado para convertirse en una realidad cotidiana que permea todos los aspectos de la vida. Los datos más recientes de la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU), publicados por el INEGI, revelan que el 63.82% de los mexicanos considera inseguro vivir en su ciudad.
Esta cifra, que ha aumentado respecto al año anterior, es un reflejo de un país donde el miedo se ha instalado como una emoción constante. Pero más allá de las estadísticas, lo que estas cifras esconden es el rostro humano de un pueblo exhausto, que vive bajo la sombra de la violencia y la desesperanza.
Las calles de México ya no son espacios de convivencia, sino territorios hostiles, aquí algunos datos para contextualizar. El 72.2% de la población teme utilizar cajeros automáticos en la vía pública, el 65% evita el transporte público, y el 63.7% se siente inseguro incluso en su propio vecindario, estos números no son abstractos: representan a millones de personas que han modificado sus hábitos por supervivencia.
El 42.7% ha dejado de usar joyas o mostrar dinero en público, el 42.4% no permite que sus hijos salgan solos, y más de un tercio de la población evita caminar de noche. La pregunta obligatoria que surge es desgarradora: ¿Es normal que un país entero renuncie a su libertad por temor a ser víctima de un delito?
Las mujeres son las más afectadas, el 68.5% de ellas considera inseguro su entorno, un miedo que no es infundado, sino arraigado en experiencias reales de violencia, en ciudades como Culiacán, Ecatepec, Uruapan y Tapachula se registran niveles de percepción de inseguridad superiores al 88%, pero estas cifras no son nuevas, sus habitantes llevan años denunciando la situación, mientras los gobiernos, en lugar de actuar, se limitan a maquillar estadísticas o a repetir discursos vacíos.
Uno de los factores que alimenta la inseguridad es la impunidad. En 2023, ocurrieron más de 31 millones de delitos en México, pero solo el 7% fue denunciado, de estos, apenas el 1% se resolvió. Esta impunidad no solo alienta a los criminales, sino que también mina la confianza de la ciudadanía en las instituciones. Los mexicanos no creen en sus autoridades: solo el 30.1% considera que el gobierno es efectivo para resolver problemas.
El sexenio de Andrés Manuel López Obrador ha sido el más violento de la historia reciente, con más de 202 mil homicidios entre 2018 y 2024. A pesar de las promesas de «abrazos, no balazos», la estrategia de seguridad ha fallado, el Ejército en las calles no ha sido la solución, pues su presencia no aborda las causas profundas del crimen: la pobreza, la falta de oportunidades y la desigualdad.
La violencia en México no es un fenómeno aislado; es el síntoma de un sistema social y económico fracturado. Cerca de 10 millones de personas viven en pobreza extrema, y 8.6 millones de jóvenes no estudian ni trabajan.
El desempleo y los salarios miserables empujan a muchos hacia la economía informal o, peor aún, hacia el crimen organizado. El campo está abandonado, las ciudades están saturadas, y el Estado ha sido incapaz de generar condiciones para una vida digna.
Mientras tanto, la riqueza se concentra en unas cuantas manos, esta desigualdad no es casual: es el resultado de políticas económicas que privilegian a unos pocos en detrimento de la mayoría. La delincuencia, en este contexto, no es solo un acto de maldad individual, sino también una consecuencia de un sistema que excluye a millones.
A esta crisis se suma la amenaza de injerencia extranjera. Estados Unidos, bajo el discurso de combatir el narcotráfico, ha insinuado la posibilidad de intervenir militarmente en México. Esta postura no solo es una violación a la soberanía nacional, sino también una hipocresía: el tráfico de armas desde EE. UU. alimenta la violencia en nuestro país, y la demanda de drogas por parte de los estadounidenses sostiene a los cárteles.
Frente a esto, el gobierno mexicano parece más preocupado por repartir dádivas que por construir una estrategia integral de seguridad y desarrollo, los programas sociales, aunque necesarios, no son suficientes para resolver problemas estructurales. Lo que se necesita es inversión en educación, empleo, salud y justicia.
México no puede seguir esperando soluciones mágicas, la inseguridad no se combatirá solo con operativos policiacos, sino con políticas públicas que ataquen sus causas. Es urgente un gobierno que priorice a las mayorías, que invierta en el campo, que genere empleos bien remunerados y que garantice acceso a la educación.
Pero también es responsabilidad de la ciudadanía, los mexicanos deben organizarse, exigir resultados y participar activamente en la vida política. La patria no se defiende con discursos, sino con acciones concretas.
Hoy, México está en una encrucijada: o enfrenta sus problemas de frente o seguirá sumido en el miedo y la impotencia. La pregunta es ¿estamos dispuestos a cambiar? El tiempo se agota, y el futuro del país depende de lo que hagamos hoy.