Por Lenin Nelson Rosales Córdova
La escalada de violencia y homicidios que atraviesa México bajo los gobiernos de Morena no es un mero accidente estadístico, ni una anécdota de baja intensidad: constituye, más bien, una emergencia de Estado. Frente al discurso oficial que insiste en que las cosas “mejoran”, la realidad en las calles, en las comunidades y barrios habla de otra cosa completamente distinta. La estrategia de “abrazos, no balazos”, anunciada con bombos y platillos, aparece hoy como un intento fallido de óptica utópica que rehúye enfrentar con mano firme al crimen organizado, y las cifras lo confirman.
El sexenio de Andrés Manuel López Obrador (2018-2024) cerró con aproximadamente 199 mil 619 homicidios dolosos. Eso supera a los 156, 066 homicidios registrados durante el periodo de Enrique Peña Nieto (2012-2018). Incluso antes, el sexenio de Felipe Calderón (2006-2012) había acumulado alrededor de 120, 463 homicidios.
Entonces, ¿qué decir del famoso “cambio de paradigma” que el gobierno proclamó? La narrativa oficial nos habla de que “la base para pacificar al país” reside en programas sociales, bienestar, desarrollo integral, loable en su aspiración, necesario sin duda, pero por sí solo insuficiente para contener a un crimen que se ha adueñado de territorios enteros, que controla plazas enteras de producción agrícola, que mata dirigentes campesinos, que extorsiona, que desaparece, que domina el subsuelo institucional. Tal estrategia, reducida al abrazo, ha sido sobrepasada por la ola de violencia.
Y no es solo la cifra de homicidios lo que preocupa: el fenómeno de las personas desaparecidas es alarmante. Según informes del Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas y de organizaciones civiles, en México hay más de 125, 000 personas desaparecidas. En concreto, entre noviembre de 2024 y marzo de 2025 la cifra pasó de 117, 524 a 125, 232, es decir, 7 708 personas más en apenas cuatro meses. En los años más recientes, se reporta que en 2023 hubo un aumento del 7.3 % respecto a 2022 y en 2024 otro del 6.3 %. Más aún, algunos análisis especializados revelan que entre los años 2018 y mayo de 2024 se concentra el 48 % del total de casos de desaparecidos desde el año 2000.
Este escenario choca frontalmente con la narrativa que se escucha en la “mañanera”: cifras seleccionadas, estadísticas en descenso presentadas con optimismo, mensajes de que “la tendencia ya cambió”, “ya se ven resultados”. Pero la población no lo siente así. Se siente insegura, se siente abandonada, se siente que vive en un país donde los grupos delictivos definen para muchos qué puede hacerse, dónde puede moverse, qué trabajos se pueden desarrollar. Y esa brecha entre el discurso romántico y la realidad viva de los mexicanos es cada vez más peligrosa.
Los estados en los que, literalmente, el poder estatal ha sido desplazado por el criminal son cada vez más. En zonas del centro occidental del país, particularmente en Michoacán, los mensajes no tardan en materializarse: dirigentes agrícolas que levantaron la voz contra la extorsión han sido asesinados; alcaldes que decían “basta” frente al narco han sido ejecutados como advertencia para la sociedad. Por ejemplo, recientemente fue asesinado el alcalde independiente de Uruapan, Carlos Manzo. En el mismo estado, el líder limonero Bernardo Bravo Manríquez fue ultimado tras denunciar públicamente la extorsión ilícita sobre su gremio. Estos hechos no ocurren en la periferia, son noticias de impacto nacional, y demuestran la ingobernabilidad, el debilitamiento del Estado, la presencia del crimen como fuerza dominante contra la cual el gobierno no alcanza.
¿Qué decir de las “madres buscadoras”, que rastrean fosas clandestinas, recorren carreteras, revisan registros forenses y encuentran obstáculos tras obstáculos para que se investigue? ¿Qué decir de la petición permanente del Ejecutivo federal y sus dependencias de “si tienen pruebas, háganlas llegar, ábranse carpetas de investigación”? Esa lógica sería aceptable en un Estado que funciona, pero en el actual contexto devuelve la imagen de una federación que, cuando no se ríe del problema, lo subestima. Se ha convertido en un eco de la denuncia, no en un dispositivo vigilante y contra-ofensivo del delito.
En virtud de lo anterior, la sociedad no puede seguir aceptando discursos tibios como respuesta. Las manifestaciones masivas que se están dando en todo el país no son producto de una coyuntura electoral, ni una operación mediática: son manifestaciones de miedo, de indignación, de exigencia de justicia. Que no nos digan más que “los datos muestran mejoría” cuando la mejora es tan marginal que en nada cambia la vida cotidiana de millones de personas. Que no nos receten más frases alentadoras cuando en los territorios los camioneros, los comerciantes, los productores agrícolas, los jóvenes, las madres buscan sin respuesta, las fosas siguen trabajándose, los cuerpos sin identificar se acumulan, y los desaparecidos siguen siendo miles.
El Gobierno federal tiene una obligación fundamental: poner en el centro la seguridad ciudadana como prioridad absoluta, sin que el desarrollo social y la beneficencia sean excusas para la pasividad. No se puede seguir engañando a la población con datos “románticos” cuando la población está consternada. Tiene que haber mano firme, despliegue institucional real, presencia estatal efectiva en los territorios, investigación y sanción contra los grupos criminales, reparación para las víctimas, protección para quienes denuncian, y, sobre todo, una salida del papel de espectador que el Ejecutivo ha adoptado.
La economía sufre, los empresarios cancelan inversiones, el turismo se retrae, el tejido social se deshace. Cuando la violencia se normaliza, no sólo se pierden vidas, se pierde futuro. Por eso la sociedad exige que las autoridades se pongan a trabajar y atiendan esa realidad de inseguridad que está pegando duramente al sector económico y está destrozando el poco tejido social en el que vivimos. Y ante ese escenario, exigir la rendición de cuentas y un cambio real no es una opción: es una urgencia.







